¿Quién gana?
Ganar es una palabra, como tantas otras, que sirve para muchas cosas y
que si la repetimos muchas veces acaba por perder cualquier sentido cabal más
que el de recordarnos, vagamente, al nombre de un país africado.
Las palabras “ganar” y “ganas” parecen indisolublemente unidas la una
a la otra por el azar fonológico e intrínsecamente consecuentes, pues la una es
conseguir o lograr y la otra ansiar y codiciar.
¿Pero todo el que ansíe algo lo ha de conseguir? La realidad nos obliga
a agachar la cabeza y reconocer que unos más que otros. Que humanos somos
todos, pero unos son más humanos que otros, y que aquel dicho castizo de “quien
la sigue la consigue” está reservado a un grupo muy concreto de individuos
conscientes de ser los elegidos, el caballo ganador de la “selección
económica”, y que no habrán nunca de renunciar a las dádivas de su condición.
Esta puede ser una de las lecciones más crueles y dramáticas que aún
nos quede por reaprender. Reaprender sí, porque una vez vivimos el sueño de la
Libertad, de la Igualdad y de la Fraternidad. Llegamos a creer que el poder y
la soberanía residía en el pueblo y que esto era bueno, que era real y para
siempre, y que tras un dictador volvería a reverdecer la democracia, y que esta
era la mejor de las formulas para que los seres humanos se desarrollaran en su
máxima potencialidad. Y allí fuimos con el cuento democrático a evangelizar,
como misioneros del “buen orden del mundo” a países oprimidos por el yugo de un
caudillo político, religioso o petrolero. Y esto era bueno, y justificaba
cualquier acción, como ya nos adelantó Maquiavelo.
Pero ahora dudamos. Muchos, los más imbéciles, que para todos hay un
hueco, reviven viejas glorias de un pasado cercano en el que los campos de concentración,
o los gulags, fueron la solución para esconder sus mediocres y asesinas
conciencias. Otros, los irredentos, siguen luchando por un sistema que aún en
crisis creen el mejor de los posibles sistemas y votan a uno u otro color,
juegan al esconder y al “tú la quedas” y esperan que en un golpe de suerte las
cosas cambien y todo vuelva a ser como antes de darnos cuenta que todo era
mentira. Otros dudan y se quedan dudando, otros no aguantan las dudas y las
subliman tocando la flauta o el tambor en fantásticas manifestaciones que no
llegan a ninguna parte, porque bajo los adoquines no está la playa, están las
cloacas y la imaginación no nos hace libres, nos hace infelices. Porque hemos
perdido la capacidad de soñar, sólo imaginamos situaciones que recrean un ideal
pre-crísis, un algo que fue y no volverá
a ser.
Y mientras los medios seguimos dando carnaza según el color de quien
se publicite en nuestras páginas, porque todos tenemos que comer, aún queda mucha
gente que no se ha dado cuenta de que mentimos, de que no hay verdad en
nuestras palabras porque simplemente la verdad, aquella bandera por la que
muchos dieron la vida, ya no existe tal cual la pretendemos. No podemos
pretender buscar nuevas formas de pensar para encontrar la solución a viejas
ideas. O cambiamos todo o no cambiamos nada y seguimos comiendo polvo sentados
en nuestras casas, en las aceras, en los bares, en las paradas del autobús, en
los colegios, en la cola del paro…
Es una lección terrible la que nos queda por aprender para poder, de
una vez, dar un paso hacia delante, hacia el abismo, la guerra o lo que sea.
Porque nunca estuvimos tan cerca de ninguna parte como estamos ahora. Tan sólo
algunos de nuestros abuelos puedan dar fe de ello, pero no queremos
escucharlos, porque nos da miedo, porque preferimos taparnos la cabeza mientras
dormimos y cerramos nuestras puertas con tres cerraduras cuando el Sol baja por
el horizonte. Es una lección terrible, sí, pero ya va siendo hora de que
empecemos a interiorizarla: gane quien gane, perdemos todos. Coge algo más de
aire y repite conmigo: GANE QUIEN GANE, PERDEMOS TODOS… Ahora ya podemos
empezar a hablar.