Se supone que
desde la distancia todo debe parecer más pequeño, pero lo que está pasando en
España, por muy lejos que uno se quiera colocar, o por muy lejos que a uno lo
quieran poner, no deja de ser una enorme bola de mierda que apesta más, y más
repulsiva se vuelve a cada instante, sea cual sea la distancia desde la que se observe.
Hace años los
agoreros, como nos llamaban los bien pensantes ciudadanos, señalábamos con
alarma la laxitud, o más bien la nula disposición, de los poderes en turno en castrar
y cercenar de raíz los primeros escarceos de los viejo-fascismos, ya sin
antifaz, que asomaban de nuevo los bigotes por los medios de comunicación de
masas, amparados bajo la omnipotente libertad de expresión. Hoy los agoreros,
como yo, estamos cagados de miedo, mientras el resto de la población bien pensante
y ordenada se limita a poner paños calientes sobre la gangrena purulenta y, los
más osados, cuelgan algún post en Facebook o recopilan firmas virtuales para
que la rancia y nostálgica alcaldesa del pueblo aquel marras, ese que hizo
un mercadillo bélico en un colegio público, se disculpe públicamente.
Los nostálgicos
del régimen fascista están ahora ilusionados, porque ya no tienen que
esconderse, porque ahora son revolucionarios que apestan a naftalina y
alcanfor. Han ocupado el lugar combativo y anticondescendiente que ocupaban la
ahora falsa progresía de izquierdas y se atreven a moralizar, a dogmatizar y a pregonar las bondades de la teología
neoliberal que está sumiendo a España en la miseria y la desesperanza. Y ahí,
precisamente, tienen su caldo de cultivo, y ahí tendrán su fuerza si no les prendemos fuego y nos
deshacemos de ellos como si fuera un jergón hediondo lleno de garrapatas y
chinches. Los pobres, los desesperados, los marginados, los amargados, los
resentidos, los olvidados, los que no tienen los rudimentos intelectuales
básicos para ver el gran problema de nuestro país con la perspectiva
necesaria, ellos serán los que levanten el brazo derecho y extiendan la mano
cara al Sol cuando les pongan un mendrugo de pan negro y una sardina arenque en
la mano izquierda.
Europa está en
alerta roja intentando apagar distintos frentes fascistas, y como si de un
verano seco en Galicia se tratara, apaga fuegos en Grecia, en Francia, en
Hungría, en Italia… Pero España, una vez más en su historia, España está
demostrando que no es Europa, que se
basta sola para encerrarse en sus propias fronteras y destruir cualquier hálito
de esperanza democrática. Nos sumergimos en estériles luchas patrióticas contra
el invasor Inglés en Gibraltar, y de
forma más sangrante, aún si cabe, e insultando las inteligencias de todos, en
Cataluña contra nosotros mismos. Y cuanto más presume este estúpido y mentiroso
gobierno que nos lastima de imponerse contra el independentismo catalán, más hará él por reivindicarse y más
legitimado estará, le pese a quien le pese.
España se
desangra y nos desangra a todos los que tenemos el dudoso honor de estar
condenados, Génesis 3:19, a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente,
porque los otros, los que comen jamón y gambas, esos cabrones lo hacen
con nuestro sudor también, y así no hay anchura de espaldas que soporte
semejante carga. Pero da igual, todo da igual porque la anestesia ya hizo su
efecto y todos dormimos el sueño de los necios. ¿Quién le pondrá el bozal a este
perro rabioso azuzado por su amo?
Llamadme
agorero, o pájaro de mal ahuero, o curvo de infortunios, o portador de
desgracias, da igual, pero acordaros de la pobre e infeliz Casandra. Apolo,
enamorado de ella, le concedió el don de la predicción, pero cuando esta lo
rechazó sexualmente el dios le escupió en la boca y la condenó a que nadie
creyera sus predicciones. Y Casandra avisó a sus familiares y conciudadanos de que
su ciudad sería invadida y sometida pero nadie la creyó, y Troya cayó bajo el
pie de Agamenón. España, ignorante y narcotizada de sí misma, está condenada a
repetir su historia, pero no aquella historia dorada y adornada de
conquistadores del nuevo mundo, y media Europa, y cuna del Siglo de Oro, no, ¡esa
no! Los jóvenes preparados ya se están exiliando, huyen de una galera
centenaria y barroca que zozobra mientras los reos, encadenados, y que no pueden abandonar
el barco, bogan desesperadamente por mantenerse a flote y no ahogarse. Las
cifras que el gobierno se empeña en maquillar son sólo comparables a las de un
país que acaba de salir de una guerra o, dramáticamente, que se avecina sin
remedio a coger las armas.
¿Nadie me cree
verdad?
Pues las fosas
comunes ya están reabiertas y recibiendo a sus nuevos inquilinos. Enfermos condenados a morir por los recortes sanitarios,
desahuciados desesperados y agotados que prefieren la muerte a seguir luchando,
emigrantes usados y abandonados a su mala fortuna, familias divididas a la
fuerza con hijos que padecen la exclusión de la miseria, que no es más que la
negación de una esperanza mínima de ser
felices. Uno de cada dos jóvenes lamenta y desespera de su vida, porque de nada
sirvieron, ni sirven, sus esfuerzos ni sus ganas de vivir… Y escuchamos
impávidos al asesino que dice que consigue trabajo el que se esfuerza, al
sicario que alaba la gestión de la sangría y se ufana de las oportunidades y el
cambio a mejor de España, al genocida que condena a nuestros hijos a una
educación de tercera y quiere borrar de un plumazo la conciencia y la capacidad
de pensar, que quiere acabar con la única llama que nos enseña, aún de lejos, qué
es la libertad. Nadie podrá poner nuestros nombres en esa tumba, porque nadie
se atreverá a recordarlos, porque nadie sabrá escribir y porque escritos, nadie
sabrá leerlos.
España, ¿qué
mierda es España? Es un cortijo, es un feudo, es un zoológico de animales
dóciles, desnutridos y famélicos,
privados de toda esperanza. Y de guardas orondos y arrogantes que han
heredado ese puesto y que nadie es capaz de poner en entredicho. Sé que España
es más, o eso quisiera creer. Pero desde aquí, desde tan lejos como me
encuentro, sólo veo a un país que agoniza medio ciego, ciego porque él sólo se
tapa los ojos con su propia bandera; donde unos sólo pueden ver el oro que les
enseñan y otros sólo la sangre con la que se alimentan.