Derecho
a ser tonto
A veces
tenemos la tentación de hacer el tonto por el ridículo placer de la travesura.
Nos gusta acelerar el coche un poco más de la cuenta en ese tramo despejado que
ya conocemos, nos llevamos las toallas de algún hotel, quizá se nos caiga al
bolso un bonito vaso de cristal de algún bar donde nos acabamos de tomar algo,
o nos colamos en otra sala del cine tras acabar de ver la película por la que
hemos pagado. Tenemos un sinfín de oportunidades de hacer el tonto y no solemos
cuestionárnoslo demasiado. Somos así, primates juguetones, le pese a quien le
pese, y por mucho que digamos que no es verdad, si se nos presenta la
oportunidad haremos de las nuestras igual que el escorpión pica y la rana croa.
Esto, a priori, no tendría más sentido que un par de carcajadas si nos salimos
con la nuestra o una cara colorada si nos sorprenden llevándonos el bolígrafo de
la oficina de correos, o una multa si la cosa iba por otro lado.
El
problema nos alcanza cuando, fuera de toda lógica, intentamos justificarnos. El
ser humano es una animal racional… a veces. Pero también tiene cabida la irracionalidad
cuando se presenta. La estupidez aparece cuando queremos demostrar que todo lo
hacemos premeditadamente porque somos muy listos e inteligentes. Si alguien es
capaz de explicarme porqué a unos les gustan las fresas y a otros no, fuera del
discurso materialista del dulzor, una alergia, una experiencia de la infancia o
unos chispazos en el cerebro, lo voto como presidente de la comunidad, ¡seguro!
Las fresas o te gustan o no te gustan, y no hay que justificarlo. Pues las
travesuras y tontadas que a veces hacemos son exactamente igual, no tienen
justificación ni la merecen. Pero ojo, esto no nos exime de nuestra responsabilidad.
Pero los
seres humanos somos más tontos de la cuenta y estamos demasiado pagados de
nosotros mismos como para permitir dejar al azar nuestra animalidad. Así sucede
cuando escuchamos justificaciones del tipo “Pues si todos lo hacen yo también”,
“todo el mundo tiene derecho a equivocarse alguna vez” “esto pasa hasta en las
mejores familias” y demás desatinos que analizados acaban con una sentencia
siniestra: “Tenemos derecho a ser tontos”. Y esta frasecita es una perversión
sobre la que, sin darnos cuenta, justificamos cosas que ya no entran en el
ámbito de la travesura o del tonteo. Exigir un derecho a ser tonto es un
insulto a la inteligencia de los demás. ¿No tenemos bastante con hacer el tonto
de vez en cuando como para ahora exigir
nuestro derecho a reincidir conscientemente en esta condición? Y si es un
derecho, ¿No estamos también excusando sobre esta sentencia nuestra
responsabilidad? Nuestro sentido de la autoconservación de la integridad y
autojustificación moral no tiene límites, así que hemos descubierto algo más
útil que la ya arcaica confesión de las culpas con un sacerdote. “Lo hice
porque yo también tengo derecho a ser tonto”. No hijo, no. Exige la sensatez
que le digamos a todos los imbéciles que así se justifican. Bastante tienes con
hacer el tonto cuando no puedes reprimir al mono cabrón que llevas dentro como
para hacernos creer que, además, tienes derecho a ser tonto y justificar así
tus acciones.
Porque entre
“hacer” y “ser” existe todo una abismo
etimológico que sólo nuestra estupidez es capaz de salvar con singular alegría,
pongamos a cada uno el nombre que se merece. ¿Aún te cuesta ubicar a estos sujetos? Pues
recuerda esta máxima, si en una reunión eres capaz de encontrar al líder, al
gracioso, a la que lo sabe todo, a la reservada, al religioso o al cínico pero
no encuentras al que se hace el tonto… no tengo que terminarlo verdad?