Tenía yo seis años en noviembre del año mil
novecientos ochenta y dos cuando llegué a España de la mano de mis padres, un
matrimonio de jóvenes andaluces emigrados a Bélgica que habían decidido, por
fin, regresar a su tierra. Habían decidido volver para poder hacer la vida que
deseaban, y no habían podido tener años atrás. Volver para brindar a su hijo todas las
oportunidades que aquella nueva España les prometía.
Hoy, treinta años después, vuelvo a andar
aquella misma senda que mis padres hicieran en la España del blanco y negro,
del azul dentro y del rojo fuera. De las despedidas en los andenes de las
estaciones de tren, en los puertos y en los corazones de las familias. Hoy, con treinta
y seis años me ha tocado a mí hacer las maletas, despedirme de mis amigos y
familiares y emprender el camino de la emigración.
Han cambiado mucho las cosas, ya lo creo.
Nada es igual y esto corre a mi favor. Hoy los que nos vamos somos los hijos de
un sistema que duró los suficiente para facilitarnos una educación de calidad
al mejor nivel mundial. Los que nos vamos lo hacemos haciendo valer nuestra
formación e intelecto por encima del valor de nuestras manos y espaldas. Nos
vamos sabiéndonos la vanguardia cultural de un país que durante treinta años
vivió con tremenda ilusión y rapidez. Un país que casi consiguió mirar a los
ojos a sus miedos de antaño, a sus vecinos más arrogantes y poderosos, que
quiso arrinconar los tópicos folklóricos, los caciques terratenientes y a los
privilegiados de rancio abolengo, a la iglesia, a los señoritos de pelo
engominado, a los oligarcas… Que quiso
sí, que quiso pero que no pudo.
Aquellos países que históricamente nos
abrieron las puertas durante el siglo XX vuelven a hacerlo hoy. Y, como yo,
cientos de miles, quizá millones de jóvenes españoles estableceremos nuestro
hogar, siempre añorante, lejos de los que tanto queremos, pero lejos también de
aquellos que nos han obligado a irnos,
de los que como ladrones oportunistas con trajes que no han pagado han violado
la confianza de un país ilusionado. Lejos de estos asquerosos que debían de ser
marcados en la frente con la marca de la vergüenza, de la avaricia y de la
traición.
Han cambiado muchas cosas sí. Esta nueva ola
migratoria sólo se asemeja a la pasada
en las emociones, en el dolor y en toneladas de abrazos de padres y madres que
se quedarán huérfanos en los andenes de las estaciones y lo aeropuertos. Pero qué será de España cuando nos hallamos
ido, ¿nadie se ha parado a pensarlo aún? ¿Cómo se amortizará el tremendo gasto
educativo que ha supuesto nuestra educación privilegiada, que ahora beneficiará
a los países que nos acogen y que nada gastaron en nuestra formación? ¿Con qué
mimbres se tejerá la tan deseada recuperación económica? ¿Quién será la fuerza
que de hálito a las empresas, a las industrias, a la vital investigación, que
saque del agujero en el que están las esperanzas de nuestros padres y su
promesa de jubilación?
Lamentándolo mucho, le paso el testigo a
quién quiera recogerlo, porque yo me marcho. No se levanten, no es necesario,
sé bien donde está la puerta.
¡HASTA SIEMPRE AMIGOS!