12 mar 2010

QUIERO A MI BATIDORA XI


Sigamos repartiendo ( 1ª parte )

Si en la controvertida trilogía “Nos gusta sufrir” estuve repartiendo estopa a aquellos padres chungos que no se han dado cuenta de lo que realmente son: malos padres. Hoy vengo con ánimos conciliadores. No te confundas, que no vengo a hacer las paces con nadie. Hoy quiero hacer una demostración literaria de qué sucede cuando se es un mal padre, esto es: a conciliar la causa con el efecto.

Por sus actos los conoceréis. Nada mejor que citar el evangelio para cubrirse uno de gloria y tener licencia para porculizar un rato.

Cuando detectamos un problema en nuestro entorno, una avería en una tubería de agua por ejemplo, intentamos  averiguar su naturaleza concreta. ¿Qué pasa? Averiguamos cómo se ha producido este hecho ¿Cómo sucedió? El siguiente paso es encontrar el modo de subsanar el problema ¿Cómo puedo arreglarlo? Y por último intentamos que este problema no vuelva a repetirse ¿Qué puedo hacer para que no vuelva a suceder? Estos pasos son tan comunes a nuestra razón práctica que ni siquiera nos damos cuenta que lo hacemos. Y no nos ha ido del todo mal, en los últimos cien mil años, pensando y actuando de esta forma. Así conseguimos dominar el fuego, inventar la rueda, el pan caliente, los cohetes espaciales y los churros con chocolate. Esto funciona, es una realidad y, además, las excepciones no hacen más que reforzarla.

Pero nada de esto tiene sentido cuando nos chocamos contra el animal humano, que es lo que somos todos, aunque a unos les joda más que a otros que los llamen animales. A mi, lo que en realidad me molesta, y no sabes cuánto, es que a todos nos llamen humanos. Pero otro día hablaremos de esto. Como decía nuestra capacidad para solucionar situaciones más o menos complicadas fracasa estrepitosamente cuando chocamos con nosotros mismos. Y cuando digo nosotros hablo de uno mismo, yo el primero. Si observamos que el hijo de nuestro vecino es un imbécil integral siempre encontraremos la solución para que deje de serlo. Unas veces la solución pasa por partirle el lomo con una estaca y otras por empezar partiéndole el espinazo a nuestro vecino y después a su hijo. ¿Pero qué pasa cuando el imbécil es nuestro propio hijo?
Si nuestro hijo es un imbécil no pasa realmente mucho, ser un imbécil no es malo, simplemente no podremos estar muy orgullosos de su capacidad de pensamiento abstracto, pero esto no lo imposibilitará para ser un gran deportista, sacar fantásticas notas o no, ser actor porno, funcionario, o mil cosas más que no demandan de excelsos razonamientos. Además ser imbécil no está reñido con ser una maravillosa persona, generoso, buen amigo o buen amante. Claro el problema es cuando nuestro hijo es un imbécil pero además comete el estúpido error (no podría ser de otra forma) de creerse listo... Y aquí es donde se concilian causa y efecto.

Ser un imbécil y creerse listo es, a mis ojos miopes, un mal que abunda y parece estar aumentando. Aunque quizá sólo sea un problema de percepción, lo mismo exagero, aunque no lo creo. Normalmente a estos especimenes solemos adjuntarles epítetos enriquecedores del orden de niñato/a, mal criado/a, sinvergüenza, o directamente los intentamos ignorar. Pero estos imbéciles orgullosos de su propia idiocia, de su estulticia supina, no son fruto de una mutación genética, de un virus o un poder divino que hizo a tu hijo un pamplina con mala leche. La culpa de este trastorno evolutivo de homo sapiens mal parido, amigo y amiga mía, la tienes tú. Y no busques excusas, no digas que no puedes hacer nada, eso está claro,  ya no puedes, ni nunca has podido porque, simplemente, nunca estuviste capacitado para hacerlo...

Que siempre ha habido excepciones es una realidad que no nos afecta en este artículo, porque si realmente eres excepcional ahora te ríes. Si no lo eres me estarás maldiciendo, mientras esperas morboso seguir viéndote reflejado en el siguiente artículo.

To be continued.

No hay comentarios: