Yo hago, tu haces, el… ¿mira?
Hace algunos meses, en mi última visita a México con motivo de la
celebración del seminario Cómo vivir la Ética de la Fundación Ética Mundial de
México, charlaba con los alumnos de secundaria de un instituto de la ciudad de
Toluca sobre la importancia que nuestras acciones ejercen sobre los demás. Si
pensamos en esto de una forma rápida y poco rigurosa lo primero que nos viene a
la mente es aquella frase bíblica tan manida de “No desees para tu prójimo lo
que no desees para ti mismo”. Esto no es un mal comienzo, pero nuestra vanidad
nos hace creer que aquellas acciones que ejercen alguna influencia sobre los
demás son exclusivamente las que ejecutamos con esa intención, ya sea por
acción o por omisión. Me explico. Sólo afecta a los demás lo que yo quiero que
les afecte porque así soy de chulo. A poco que lo pensemos un poco nos daremos
cuenta de que esto es de una simpleza enorme, y más si determinamos la acción
como fundamento de una buena conducta, una buena educación o buenos modos.
Pensar así es lo que justifica que hagamos las cosas mal a sabiendas cuando
nadie nos ve, o peor aún, cuando no reconocemos en el otro a nuestro igual o,
aún peor, cuando ni siquiera somos capaces de darle al otro esa categoría, la
de “otro”, ¿Acaso se privará un miembro del Ku Klux Kan de escupir al suelo delante de un niño negro?
¿Y si fuese su hijita blanca y estuviese en el salón de su casa? Esto es una
influencia por acción u omisión directa y ejecutada desde una voluntad activa.
Pero nuestras acciones afectan y trascienden de una forma mucho más
amplia escapándosenos a nuestra limitadísima capacidad de percepción
espacio-temporal. Podemos controlar la horizontal con una limitación visual de
unos 130º pero no solemos prestar mucha atención a la vertical por encima de la
altura de nuestras narices, y si hablamos del control de nuestra temporalidad
mejor nos echamos un rato a reflexionar y como diría Agustín de Hipona “Si nadie
me lo preguntan lo sé; pero si quiero explicarlo al que me lo pregunta, no lo
sé.” Nuestra capacidad para determinar nuestra temporalidad se limita al
instante preciso en el que miramos el reloj y el siguiente en el que, o ya
olvidamos la hora que era, o ya debemos volverlo a mirar porque estimamos que
ha pasado demasiado desde la última vez como para poder vivir sin la angustia
de no saber en qué momento vivimos.
Hablando sobre estas cuestiones y sobre la responsabilidad innata de
nuestras acciones me preguntó una alumna: ¿De
qué manera puedo yo influir en nadie si yo no soy nada para nadie, si apenas
tengo nueve amigos en Facebook y sólo me hablo con tres? Amén de la
tremenda ternura no cabe duda que esta pregunta había salido de su boca con un gran
esfuerzo de valentía y arrojo, ya que sabía que más de una risa se oiría al
concluir. No recuerdo ya su nombre pero es un reto contestar a alguien que más
que una pregunta te está pidiendo ayuda. No recuerdo tampoco cuales fueron mis
palabras exactas, ni el tono de mi voz ni de la suya, ni siquiera recuerdo su
cara, sólo recuerdo su pregunta como un guante lanzado por una adolescente que
no es capaz de encontrar su lugar. Le pregunté por su familia, por el lugar que
ella ocupaba en su casa. Me dijo que era la mayor de sus hermanos, la única que
había llegado al último curso del instituto. Sin duda le dije que su simple
ejemplo era una guía para sus hermanos y que seguramente en su casa sería el
referente intelectual cuando alguien no supiera algo. Pero claro con dieciséis o
diecisiete años esa respuesta no valía ni para ponerla de estado en su Facebook
porque sabía que nadie le daría al “me gusta”. No, así no me convencía ni a mí
mismo aunque fuera verdad, aunque a otras muchas personas eso le sería más que
suficiente. ¿Cuántas personas en este salón se sienten identificadas con la
pregunta de su compañera?, pregunté, y más de veinte adolescentes levantaron las
manos. Fíjate, tu valentía al preguntar y sincerarte, lejos de ser motivo de
risa, ha influido en tus compañeros, sin proponértelo te has convertido en un
referente. ¿Ves?, ya no podrás decir que no eres nada para nadie.
Pero esto es trampa de perro viejo. La primera respuesta era la buena, la otra sólo consiguió hacerla popular unos segundos, en un salón de actos, en la ciudad de Toluca, México.
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