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8 ene 2012

QUIERO A MI BATIDORA 2.0

La existencia no es suficiente



Cuando el bueno de Descartes se estrujaba los sesos intentando encontrar un anclaje definitivo a su implacable duda metódica, algo fijo, claro y distinto, que le permitiera fundamentar la realidad en algo más que en la especulación fácil de que las cosas que vemos existen porque la vemos y las tocamos. Muchos eran los que, como hoy, pensaban que no hacía más que perder el tiempo. Que el mundo es lo que vemos y no hay que darle más vueltas, que las cosas son como son y como son serán hasta que dejen de ser. Descartes, quizá un iluso, quizá un aburrido de la vida que no tenía nada mejor en qué pensar delante de una estufa de leña en un invierno frío, acabo diciendo eso que sigue pareciendo una chorradita: “Pienso, luego existo”. Y ahí quedó el tío retratado para la posteridad como una mente preclara de la filosofía más exquisita y moderna. Dijo muchas cosas más, es cierto, y también se partió la cabeza estudiando matemáticas, óptica, algebra y quién sabe cuántas otras locuras. Pero cientos de años después seguimos parasafreándolo con éxito cuando nos cae la dichosa preguntita en el Trivial Pursuit, o cuando queremos ir de listos sentados en una cafetería atiborrándonos a cafeína y azúcar. “Pienso, luego existo”. Muchos lo dicen sin saber de quién es exactamente la frase, la han oído por ahí, como tantas otras sentencias más, la han escuchado en una película, apareció en una revista que hablaba de los viajes astrales, en una galletita de la suerte en un buffet chino o en un marca-páginas de esos plastificados y feos que te regalan al comprar la última novela de Dan Brown o un libro de poesía de algún soñador latinoamericano.
¿Cuánto hace que dimos por olvidada la poesía?
Pensar es existir indefectiblemente, pues no podríamos pensar sin estar vivos, y ni mucho menos albergar ideas sin un soporte físico que las contenga. Por eso los fantasmas no pueden existir, y si existen son tontos de babas. Luego si pienso, sí o sí estoy vivo. No cabe duda, es un pensamiento claro y distinto y tenemos que inferir que Descartes tenía razón, ¡hijo puta el tío que listo era! Pero hay una tragedia inmensa en esta premisa que no le quita validez alguna pero que sí nos puede llegar a estremecer. Si damos por cierto que “Si yo pienso implica que existo” ¿podremos dar por cierto también que si “Yo existo implica que también pienso”? Esto, que pudiera parecer un trabalenguas no es más que un ejercicio de lógica elemental, aunque por fácil no deje de inquietarnos. Aquí ni Descartes ni nadie pondría la mano en el fuego. Te lo pongo más fácil; “Si llueve la calle se moja” ¿pero si la calle está mojada significa que llovió? Pueden haber pasado los barrenderos, o Carmen la del tercero regó los geranios y lo puso todo perdido, así que no podemos inferir a ciencia cierta la causa del porqué la calle está mojada, pero sí que si llueve seguro que se mojará. Luego, y aquí viene el giro dramático, se puede existir sin pensar, y no hace falta ser un organismo unicelular, un liquen, un vegetal, un insecto o cualquier otro animal para justificar esta sentencia. Hay miles de seres humanos en el planeta Tierra que viven sin pensar. Nacen como todos, ingenuos, puros y sin mancha, pero en algún momento de su evolución como individuo no actualizan su potencialidad de seres pensantes. Se quedan quietos, sin saber porqué, porque no piensan. Y así siguen, viven, se reproducen sin saber cómo ni con quién y tienen no saben qué, y mueren sin haber dejado más que un cadáver marchito las más de las veces, y otras, un reguero de mierda que tienen que limpiar los demás, que sí pensamos.
Porque yo sí pienso, pienso y por eso sé que existo. Y por eso también sé que aún me sigue gustando la poesía.

19 dic 2011

QUIERO A MI BATIDORA 2.0

Tradizione, traditore.



Entre los que aman los libros hay una voz italiana muy extendida que dice “traduttore, traditore” esto viene a traducirse por “traductor, traidor” y, no hace falta devanarse mucho el seso para entenderlo. El traductor, aún en el mejor de sus afanes siempre será, de alguna manera, un traidor del espíritu del autor de la obra que está traduciendo, ya sea por exceso de celo, por poco preciso, por timorato o por darle esa impronta suya que todo el mundo quiere poner a las cosas que hace, ya sea una receta de cocina, un objeto de artesanía, o un escupitajo. Si pudiéramos sacar los derechos de autor de nuestros desechos corporales no dudo que más de uno iría corriendo todas las mañanas a la SGAE de los “mojones” -no quiero que se interprete esto como un insulto a dicha digna institución sino una alegoría a la estupidez y avaricia humana- con la fotos obtenidas desde varios ángulos de los muñecos que han largado a primera hora esperando encontrar en el cielo una nube que se le parezca y pedir los royalties por  derechos de autor al Instituto Nacional de Meteorología, a Rajoy, al Rey o a Dios, dependiendo siempre del diario con el que ayude a descongestionar su tránsito intestinal matutino.
Todos somos celosos de nuestra genial individualidad desde el día que nos enteramos que no había nadie igual a nosotros en todo el universo. Claro que como la mayoría somos idiotas, lo que en realidad quisimos entender es que no hay nadie mejor y más especial que nosotros en el universo. Pero la singularidad no es sinónimo de genialidad aunque así lo hayamos querido creer, y esto, como todos los errores de base, trae nefastas complicaciones a lo largo de nuestra vida.
Lo primero que nos ocurre al sabernos únicos y maravillosos, que ya se podrían haber ahorrado ese discurso durante años las series norteamericanas cuando el protagonista adolescente sufría un desengaño amoroso, es que al ser nosotros la medida máxima de todas las cosas nuestros gustos tienen que ser, por lógica deducción, el máximo exponente de la perfección cósmica. Esto es, si a mí me vuelve loco el cajón flamenco y los bongós como voy a privar a mi vecino que le gusta el heavy metal -ese ruido infernal no le puede gustar a nadie-, de deleitarse a las doce y media de la noche de mi exquisita consecución de porrazos, gritos desafinados, palmas acompasadas a tres por cuatro y loas a una virgen de palo que está en una ermita encalada de Almonte… Y por tocamientos escrotales menores que estos han empezado grandes guerras e interminables quebrantos...  ¡Seguro que en la biblia pone algo de esto!  
Pero la cosa no acaba en una cuestión de gustos, que como hemos visto no es poca cosa. También nos pasa igual con las tonterías que pensamos y creemos universales y en la mente de todos. A mí me encanta la Navidad, podemos escuchar a diestro y siniestro estos días. Y pienso -¡Ay! ¡Si Descartes levantara la cabeza!- y sé, que es la mejor de las fechas posibles para reunirme con toda la familia y pasar unos buenos momentos juntos. Contarnos cómo nos ha ido el año. Reírnos con el primo gracioso que siempre nos saca una carcajada con las cosas raras que piensa… pobrecito como estudió filosofía ya se sabe… y de paso que los demás disfruten de mi piara de hijos que ya llevo todo el año cargando con ellos y ya es hora de que mi cuñada los aguante un poquito en su casa para que vea lo maravilloso que es ser madre de cinco criaturas.
Esta extraña perversión mental, que a duras penas se cura con sobredosis de humildad y golpes en las narices con la realidad, ya que otros pensando y disfrutando de cosas que no nos gustan parecen vivir mejor, o por lo menos igual que nosotros. Es la que nos lleva a no querer entender y a tratar como tarados disfuncionales y asociales a aquellas personas que no reconocen en la Navidad una ocasión de reunión, que no les gusta la Semana Santa, la Feria, el Rocío, el Corpus, el flamenquito o los bares de tapas, aunque por eso no dejan de ser tan andaluces, y tan únicos como tú.
Que la tradición no te traicione. ¡Feliz Navidad!